Poner un buen cimiento

No hay otro fundamento, nada puede sostenernos fuera de Dios y su voluntad que es firme y se concreta personalmente en cada uno de nosotros. Escuchamos esta parábola que Jesús pronuncia al final de su discurso y puede que nos quedemos con la impresión de estar escuchando algo demasiado simple. En nuestra cultura y en nuestro momento histórico tenemos muchas reservas para aceptar un planteamiento binario, esto o aquello, siempre pensamos que existe una tercera vía intermedia, que, además sería, por moderada, la más humana y racional. Pero la realidad se impone, es testaruda. Cuando hace unos meses tantas familias en lugares como Valencia, perdieron todo lo que tenían a consecuencia de poder devastador de las aguas que arrasaron, no solo sus casas, sino casi sus vidas por completo; ahí pudimos comprobar que la naturaleza no perdona, ?no se anda con chiquitas?. Por eso, aunque el tono de las palabras de Jesús puede resultar incómodo para nuestros oídos tan sensibles, como dice el refrán popular… «el que avisa no es traidor».

Muchas personas construyen su vida, usando la imagen de la construcción de la casa, poniendo todo su empeño en levantar muchas alturas, en conseguir materiales costosos y sobre todo, despertar la admiración y hasta la envidia de aquellos que los miran desde fuera. Pero de qué sirve todo cuando la casa está amenazada de ruina. Para qué construir tan costosamente si uno antes no se ha esforzado en poner un buen cimiento a su construcción. La enseñanza de Jesús no puede ser más sencilla y más fácil de entender. Construir la casa sobre roca firme es asegurarse de que esa casa permanecerá en pie cuando las demás se derrumben completamente, por tanto, es asegurarse de que esa casa, además de en su aspecto exterior, tiene su grandeza en que cumple su misión, la de acoger y custodiar, ofrecer un refugio y un hogar seguro a quienes la habitan. Nadie en su sano juicio puede dejar de reconocer que esta es una aspiración noble. Que nuestra vida no sea algo efímero que pasa, inútil, porque igual que crece y se enorgullece, después se deshincha y se pierde.

En el evangelio según san Juan, Jesús utiliza una parábola, la de la vid y los sarmientos, que expresa la misma realidad. Ningún sarmiento puede dar fruto separado de la vida, sin embargo, el sarmiento, que está unido a la vid, da mucho fruto y su fruto permanece. Esta es la vocación natural de cuánto emprende el hombre. Aspiramos a que no solo nuestras obras, sino nuestra propia persona permanezca más allá del tiempo, como expresión de su propia verdad. Pues bien, hoy más que nunca, en estos tiempos y en esta sociedad que algunos han definido como ?líquida?, en donde el hombre carece de vínculos permanentes y parece estar obligado a sobrevivir como un náufrago que flota a la intemperie en medio de un océano inmenso, sin nada firme a lo que asegurarse; hoy más que nunca, nos damos cuenta de que el hombre no puede darse asimismo esa firmeza y ese fundamento. Solo Dios. Es decir, solo hacer la voluntad de Dios en nuestra vida, corresponder con nuestra libertad a la iniciativa de un Dios que nos ofrece una vida en plenitud. Así es como nuestra vida se convierte en algo duradero, permanente, en definitiva, eterno.